Felicidad, parte 5

- Hendrik -. Mamá sonidéa.
Apreso mano. Mamá delante yo. Mamá mueve yo zig-zag. Mamá toca yo.
Bostezo. Hombre y hombre y hombre y hombre delante yo. Hombre y hombre y hombre delante yo.
Suelo delante yo. Hombre y hombre y hombre delante yo.
Mamá va. Mamá mueve yo zig-zag.
Hombre delante yo. Hombre ríe. Hombre no ríe. Hombre va. Hombre grita. Hombre molesta yo, luz calor.



Dzhojar entró en el Kremlin por la puerta para visitantes, situada bajo la torre Kutafya. Las alarmas no captaron nada inusual, aunque llevara todo el cuerpo cargado de dinamita. Al principio no sabía si hacerlo en la fortaleza o en la Plaza Roja, y, aun habiendo elegido el Kremlin, le faltaba determinar el lugar exacto. Cruzó el puente Troitskiy. ¿En las catedrales? ¿En la residencia del presidente? ¿En el Palacio de Congresos? Quizá el arsenal era la mejor opción. Quizá estaba lleno de explosivos y podía encenderlos con la dinamita. Pero no podía basarse en un quizá. Tenía que matar a todos los que pudiera, y cerca del arsenal no habría demasiado gente. Estaba allí para vengarse, para vengarse de los rusos.
La historia de la República de Chechenia es un cementerio. Las constantes invasiones rusas, las guerras y las purgas forzosas de los chechenios. Dzhojan iba a vengarse de ello. Tenía que ser algo simbólico además, y no había mejor opción que el Congreso.
Rodeó el edificio hasta la puerta central. Había suficiente gente; turistas, pero también rusos. Se les reconocía por el olor... O al menos eso se obligaba a creer Dzhojan mientras subía la escalinata, mirando a todos aquellos despojos que creían que Chechenia era Rusa...
Un bebé le miraba fijamente, un bebé ruso. Todavía inocente, sin ningún conocimiento de lo que ocurría al sur del país. Los niños son todos niños, nazcan donde nazcan, pero luego se convierten en rusos o chechenos. ¿Por qué va a tener derecho a vivir ese niño? ¿No va a ser de mayor ruso? No tiene ningún sentido aplazar su muerte.
Recogió la mecha de la dinamita y encendió el mechero.




Rue Saint Jacques, Conservatoire des Arts et Métiers, Rue des Petites Écuries, Jardin du Carrousel, Jardin des Tuileries, La Seine... Todos aquellos mágicos nombres. Calles de acentos perdidos, plazas majestuosas, pequeñas figuritas desperdigadas por la ciudad y la fama de antipáticos de los franceses desmitificada por un dios. Estaba claro que Julia había encontrado lo que buscaba.
Aunque mirara el mapa una y otra vez nunca sabía dónde estaba, moviéndose no por destinos, sino por el momento. Por un callejón oscuro lleno de hiedra, por un gato que entraba en un diminuto parque, por el olor de la comida, por el espíritu de París que recorre sus venas, juguetón y cariñoso, misterioso y vacilón, que absorbe su esencia de las leyendas y la exageración. Y siempre perdida por su culpa, Julia continuaba desentrañando los misterios de la ciudad. Hasta que una flash la cegó.
Al recuperar la visión vio al fotógrafo que acababa de sorprenderla. Era claramente mayor que ella, pero no demasiado. Pelo corto, fuerte y con ese estilo de viajero preocupado por el mundo que tienen los fotografos. O al menos los de National Geographic.
- ¿Por qué lo has hecho?
- Es sólo una foto.
- Pero, ¿por qué a mí, con la cantidad de cosas bonitas que hay aquí?
- Sólo hago fotos a las personas, y tú eres interesante.
- ¿Interesante? No me veo como portada de una revista.
- Interesante para lo que estoy haciendo.
- ¿Y qué haces?
- Un reportaje fotográfico. Lo estoy centrando en el efecto que ha tenido Mas’ud sobre las personas.
- ¿Tú eres un...?
- ¿Un masud? No. Quiero hacer este reportaje antes. Luego ya veremos.
- ¿Quieres serlo?
- Ni me lo he planteado, pero no creo que sea malo. Conozco a un par de personas que me quieren matar cada vez que lo digo.
- Creo que ahora conoces a tres.
Él rió y se acercó a ella, guardando la cámara.
- Gilles Couture – se presentó, y le tendió la mano.
- Julia Quintana.
- ¿Española?
- Sí.
- Me encanta España.
- Creo que ibas a defender tu punto de vista... extraño.
- Jajaja. Mírales, a todos. ¿Podemos criticarles? Vivíamos en un mundo horrible en el que había que mirar cosas alegres para poder ser felices. Siempre buscábamos la felicidad, aunque había muertos por segundos en África, guerras por todos lados, enfermedades, injusticias. Ver un noticiario era la forma más rápida de querer un suicidio. Todos hacemos lo que hacen los masuds. Todos nos mentimos y decimos que el mundo no es horrible y que merece la pena vivir y ser felices. Ellos simplemente lo han aceptado.
- Pero eso hace infelices a otras personas.
- Acepta a Mas’ud y dejarás de ser infeliz. ¿No es egoista querer que todos ellos sean infelices para que no lo seas tú?
Julia le miró con asombro y enfado. No quería estar de acuerdo con él, pero no podía encontrar nada que no le diera la razón.
- Jajaja. Vamos, no te preocupes por eso, Julia. Ven conmigo, te voy a presentar a una amiga que no está de acuerdo con mi punto de vista. Ciertamente hay poca gente que lo esté entre los infelices.




- Me crié en Irlanda. No nací allí claro; soy una yanqui al fin y al cabo. Neoyorquina de pura cepa. Pero ya sabes que todos venimos de algún sitio, y si nos remontáramos aun más supongo que acabaríamos en África, o donde sea que vengamos. Pero mi familia era irlandesa, como muchas de aquella época, mucho antes de que tú nacieras. Podría ser tu madre.
>> Así que nací en Nueva York, y viví allí durante unos años, siendo bebé. No recuerdo lo más mínimo, pero tampoco recuerdo demasiado de Irlanda, sólo que viví allí cinco años, cuando era niña. Recuerdo que me encantaba estar allí, correr y jugar con las hijas de las amigas de mamá. Pero tuvimos que irnos, cuando empezó la Gran Guerra. Mi padre no se fiaba de los Alemanes, y aun menos de los Ingleses. No creía que pudieran impedirles el paso. Él quería ir allí “y patear culos”, como decía cuando mamá no estaba delante. Mamá odiaba que hablara de esa forma.
>> Cuando volvimos a América papá se alistó y fue a luchar contra los nazis. Fue uno de los héroes sin nombre de la guerra, uno de tantos que volvió en un ataud, y nos dejó sin padre. Mi hermana era mayor que yo, y lo vivió más. Para mí papá fue un héroe. Antes de irse me dijo que si no volvía habría servido a Dios y a su país como un gran hombre, y que tenía que estar orgulloso de él. Nunca olvidé sus palabras, ni siquiera ahora que hay debates sobre Dios hasta en las iglesias.
>> Mamá heredó la tienda de mi padre, vendíamos náuticos, y más tarde la heredé yo, cuando mamá no pudo seguir trabajando. He estado en esa tienda durante toda mi vida. Ha sido lo más difícil de abandonar. Incluso cuando me casé continué trabajando en la tienda, y en esa época no era tan corriente. Ni siquiera lo necesitaba. Mi marido era militar, ¿sabes? Como papá. Quizá por eso no tuve problema en llevar la tienda. Me casé pronto, como solía pasar en aquellos años, un mes antes de que mi marido se fuera a Corea. También murió en la guerra.
>> No volví a casarme, aunque podría haberlo hecho. Me enamoré otra vez, varios años después, y tal y como acabó pienso que tengo una maldición con los hombres que me importan en la vida, de verdad. Murió en Vietnam. Decidí no volver a enamorarme más. Fue mi última oportunidad, y el destino parecía no querer que tuviera descendencia, quizá por la maldición. Pero seguí trabajando en la tienda, e hice buenos amigos, gente del barrio.
>> Eso nos lleva hasta tu pregunta. Después de todo eso me obsesionó la guerra, cada guerra que estallaba en el mundo. Nunca he buscado culpables o he intentado justificar la guerra. Buscaba nombres. Quería que alguien más recordara a aquellos que han muerto en todas esas guerras. No me acuerdo de todos, pero aprendí mucho, muchas historias, y algunas de las vidas más fascinantes que han sido vividas en la tierra.
>> Así que, señor Mitchell, decidí hacer el viaje que hizo papá, aunque él fue primero a Inglaterra, pero no quería retrasarlo. Ya soy mayor. Quiero ir a Normandía, quiero desembarcar allí, aunque no sea en la misma playa que lo hizo él y no tenga que escalar para encararme contra el enemigo, pero quiero llegar a esa tierra en barco.
Lewis se acercó a la mesa para coger la copa de vino y levantarla.
- Señora Lamay, esa es la historia más increible que he oído nunca. Maldiciones y guerras, drama y amor... Parece una película, si usted me permite.
- No sea tonto, señor Mitchell. Llámeme Judith.
- Deberá llamarme usted Lewis.
Brindaron y bebieron. El barco continuaba su camino hacia Normandía, con un tiempo inmejorable de principio a fin. El viaje había sido cómodo para ambos, que habían disfrutado de conversación y de buena comida, preparándose para lo que esperaban encontrar en Francia.
- ¿Sabe qué le digo, señora Lamay? – dijo Lewis, corrigiéndose instantáneamente -. Judith. Debería escribir usted un libro. Debería contar su vida, y contar esas historias tan interesantes que ha descubierto en su afán de que los caídos en las guerras no sean olvidados. Sería un best-seller, se lo aseguro. Y de eso sé bastante. Si no hubiera dejado mi editorial se lo publicaría yo mismo.
- Es muy amable, Lewis. Mire usted, no sé cuánto tiempo me queda, no creo que mucho, pero voy a tener algo de tiempo libre allí en Normandía, después de visitar algunas cosas. Quiero gastarme todo el dinero que he ahorrado, y no es moco de pavo. Me hospedaré en algún hotel cerca en el campo y esperaré a que Dios me llame. Qué le parece, una vendedora de náuticos escribiendo un libro.
- Un best-seller. Se lo garantizo.
Como había sucedido más de medio siglo atrás con las tropas aliadas, el barco llegó a la costa por la mañana, con el sol despuntando. Al bajar de él Judith Lamay sintió un escalofrío, y por un momento vio frente a ella un pequeño acantilado, tropas escalando con cuerdas para llegar a las posiciones enemigas. Balas por doquier, bombas de morteros estallando, cuerpos calcinados, otros desmembrados y el incesante sonido de las balas. Y vio a su padre, buscando un lugar que usar como parapeto.
Cuando volvió al presente Lewis la sujetaba la mano.
- ¿Está bien, señora Lamay?
- Sí, hijo. Parece que he encontrado lo que buscaba.



Kingsville olía a rancho. No había ranchos en la ciudad, ni siquiera caballos o vacas que defecaran por las calles para crear ese aroma. El olor se había quedado adherido a la constante humareda de la ciudad, al polvo que había bailado en el aire buscando reposo en el suelo durante años, y que había sido receptor de las heces de los animales que habían criado allí los colonos hacía tiempo.
Para Cony no era un olor extraño. Se sentía en casa en cierta forma, y era bueno sentirse en el hogar cuando estaba tan cansada.
Había hecho autoestop, viajado en autobús y andado hasta llegar allí, a aquella ciudad del este de Texas. Estaba cansada física y mentalmente. Todo su esfuerzo había sido en vano por el momento, y no había encontrado a nadie que no fuera asquerosamente feliz.
Entro en un bar de Wright Street, un oscuro y tétrico tugurio que daba la sensación de concentrar todo el sudor del estado. Dos hombres ocupaban la barra, y un tercero bebía en una de las mesas. Pidió un refresco y esperó. El hombre de su izquierda y el de su derecha parecían aparentemente iguales: gente que bebía antes de la llegada de Mas’ud y que no veían ningún motivo por el que dejar de hacerlo. Pero no eran iguales.
- ¿Qué día es? – preguntó el hombre de su derecha.
- ¿Perdón? – respondió tontamente Cony, que no esperaba conversación. La experiencia la había enseñado que nadie buscaba conversación, aunque tampoco la rechazaban si alguien la empezaba. Tampoco entendía el inglés a la perfección, y tenía que estar concentrada para ello.
- ¿Dónde estamos? ¿Y qué día es hoy? ¿Sigue siendo lunes?
- Es martes, señor.
- Vaya, se me ha escapado un día, o algo así. ¿Pero qué semana es? Las semanas no tienen nombres, ¿no?
- No, señor.
- Vaya... ¿Y qué mes es hoy?
- Junio, señor – se maldijo a sí misma por continuar con el señor.
- Pues mira tú, se me ha escapado un día.
El hombre comenzó a reír escandalosamente, y Cony supo que aquel hombre no era feliz.
- ¿Cómo se llama, señor?
- ¿Yo? Quién si no, ¿no crees? Espero que no se me haya escapado el nombre -. Volvió a reír de forma grotesca, forzando demasiado su garganta y necesitando más alcohol para calmarla -. Soy John Turner, hija. ¿Quién diablos eres tú? ¿Estoy muerto?
- No lo creo, señor. Debe estar usted borracho. Mi nombre es Concepción Montes.
- Fíjate. Una de abajo. Antes no habrías podido entrar aquí tan fácilmente, ¿no crees?
Su risa provocaba vergüenza, y en otros tiempos habría hecho que Cony se pusiera roja como un tomate. Pero ahora era confortante. El olor a mierda del polvo y la estúpida risa de aquel hombre convencieron a Cony de que el mundo no estaba tan mal como ella creía.




Te quedan pocos alientos, ¿eh, Giuseppina? Sí, cariño, la muerte viene por ti. Después de tantos años, después de varios meses esperándola en esta cama de hospital. Pero has vivido bien. Has hecho lo que te ha dado la gana. Fuiste actriz, aunque no consiguieras demasiados premios, o al menos no fuera de Italia. Y tuviste un buen marido, además de varios apasionados amantes. La fama de los italianos fuera del país estaba más que justificada.
Pero ahora sientes el dolor. Ese horrible tumor creciendo en tu interior, destrozándote, convirtiéndote en fiambre antes incluso de tu muerte. Tienes una salida, ¿no es así, querida? Una forma de librarte del dolor, como has hecho durante toda tu vida. Siempre escaqueándote.
Vamos, llámale. Dale lo que quiere y que te dé lo que mereces. Mas’ud, ¿no es así? Sí, sí, ahí estás. ¿Que te rece? ¿Como quiera? Muy bien. Eres el súmum de mi placer. Eres lo que han conseguido darme pocos hombres. Todo un semental... Podría seguir así durante horas.
Oh, sí. Ya lo siento. El éxtasis, el Edén, el Nirvana, el Dorado... Xanadú.
Pip. Pip. Piiiiiiip.




Nathan Crook sólo estaba seguro de una cosa, pero la creía con tal convinción que nadie podría convencerle de lo contrario, ni siquiera una de esas personas petulantes que son capaces de darle la vuelta a cualquier cosa con su retorcida labia: el destino era irónico, lo más irónico que existía en el universo. Seguramente en varios universos a la redonda.
Cuando Nathan hablaba con su mujer, Nicole, sobre la luna de miel, ella dijo que lo que más le gustaría era recorrer el mundo en un avión privado, y Nathan estaba totalmente enamorado de ella; ni un día la había amado menos que cuando la amó por primera vez. Así que decidió aprender a pilotar y sacarse todos los títulos necesarios para ello. Gracias a dios se le daba bien. Guardaba la mitad de su sueldo (un sueldo alto) para comprar una avioneta capaz de realizar el viaje que quería Nicole. Siempre discutían sobre qué pasaba con el dinero, y aunque Nicole nunca desconfió de Nathan la enfurecía ir tan justa. Nathan siempre se disculpaba a sí mismo pensando en el momento en que la enseñara el avión. Y ahí fue cuando descubrió por primera vez que el destino era un ser irónico.
Después de más de veinte años ahorrando y esforzándose por ser un buen piloto, consiguió comprar un avión particular. Un Cessna Caravan 208D Grand de segunda mano que le costó más de un millón de dólares americanos. El mismo día que se lo enseñó a Nicole fueron a celebrarlo, y cuando despertaron al día siguiente con resaca descubrieron que habían ganado la lotería. Nicole jugaba a la lotería cada cierto tiempo, con la esperanza de que algún día tendría dinero y dejaría de estar tan agobiada a fin de mes.
Prepararon el viaje durante unos meses, pero les costaba dejar allí a su hijo, que estaba pasando por un mal momento después del divorcio. Y cuando ya creían que no iban a poder realizar el viaje, después de tantos esfuerzos, apareció Mas’ud, y su hijo se convirtió en una persona plenamente feliz. En aquel momento ni Nathan ni Nicole pensaban que las repercusiones de esa felicidad pudieran ser tan extrañas, así que ignoraron al dios y subieron al avión para recorrer el mundo, dejando atrás Australia.
Durante el viaje descubrieron cómo había cambiado el mundo desde la llegada de Mas’ud, pero aun así decidieron seguir adelante. Hasta que llegaron a Sudán.
Estaban preocupados por su hijo, por aquello en lo que creían que se había convertido, y por todo el mundo en general. Casi tenían cincuenta años, pero seguían pensando en cambiar el mundo como si fueran adolescentes. Con esa desilusión y con todos los encuentros del viaje, en los que no habían conocido a nadie que fuera como ellos, quizá inteligente o quizá estúpido como ellos, entraron en un hotel de El Kawa, una ciudad a orillas del Nilo. Fue casualidad acabar en esa ciudad; ironías del destino.
Se sentaron mientras esperaban a que alguien les atendiera, abrazados, con tristeza en sus caras. Un hombre joven se acercó a ellos vestido con un traje del hotel.
- En El Kawa no se puede estar tan triste. Va contra la ley.
Viendo cómo sonreía dedujeron que se trataba de algún tipo de broma, y le respondieron con una sonrisa desconcertada.
- Eh... Queríamos una habitación – dijo Nathan -. Para quedarnos un par de días.
- Muy bien, señor. Pero viendo que son personas infelices les aseguro que querrán quedarse más tiempo, como otros viajeros que han acabado en El Kawa.
- No entiendo...
- No tiene que entenderlo, sólo sentirlo. Este es un buen sitio para la gente como nosotros.
- Pero... ¿usted no es feliz? – dijo Nicole, haciéndo un gesto de comillas mientras decía la palabra feliz.
- Oh no, señora. En El Kawa nadie es feliz.
Su risa fue otra ironía del destino.




- Por el amor de Dios.
Paul Russeld estaba a punto de vomitar.
- ¿Dónde coño hemos acabado, Paul?
Leeland Trinder intentaba encenderse un cigarrilo mientras fijaba sus ojos en el cuerpo. En uno de los cuerpos.
- ...
El cerebro de Fabien Chevalier ofrecía demasiadas alternativas como para elegir una, entre las que se encontraban llorar, gritar, golpear algo y rezar. No podía elegir nada, así que estaba petrificado.
- Tenemos que irnos de aquí – dijo Paul.
- ¿Qué coño ha pasado?
- Por el amor de Dios.
Los tres habían acabado en un pueblecito costero, después de sufrir un accidente de avión, nadar sujetos a una barca de chalecos salvavidas, escalar unas peligrosas rocas y andar un par de kilómetros, y lo primero que vieron en el pueblo (precioso por otra parte) fue una pila de cuerpos decapitados, y una pila de cabezas a pocos metros, con una lluvía de sangre entre ambos funestos montículos.
- Tenemos que irnos, Leeland.
- No podemos – dijo Leeland, que había conseguido encender su cigarro -. Tenemos que saber qué ha pasado.
- ¿Para qué?
- No lo sé, no lo sé. Tenemos que saberlo. Es mejor saber ese tipo de cosas.
- Tenemos que irnos de aquí. ¿Y si quien lo haya hecho sigue cerca? – buscó frenéticamente a Hannibal Lecter por los alrededores -. Hay que avisar a la policía.
- La policía ya no existe, Paul. Ahora son todos felices.
- ¡Déjate de estupideces por un momento!
- ¡No son estupideces! Tú viste lo que pasó en el avión. A la gente le importa una mierda lo que pase en el mundo.
- ¿Y qué pretendes? ¿Que vengemos a esta gente? ¿Que descubramos a su asesino y le hagamos pagar por sus crímenes?
- ¡No lo sé!
- La policía se hará cargo. Son felices siendo policías, así que harán algo.
- El mundo ha cambiado Paul, y ya no podemos seguir viendo los viejos...
- ¡Callaos!
El cerebro de Fabien había encontrado algo en lo que concentrarse, más allá de los muertos.
- ¿Oís eso?
Leeland y Paul escucharon con atención y con temor.
- ¿Qué es? – dijo Paul.
- Es un bebé. Un bebé llorando.

Comentarios

Hueto ha dicho que…
creo q voy a tener que hacerme un esquema pa seguir todas las historias...
me gusta el personaje del fotografo, si no me equivoco es el puente realidad-boligrafo en la historia no?

demasiados automatas estoy viendo ultimamente en mi vida...

muy bueno rupo, a ver si x fin un dia de estos saco tiempo para escribir...xq leer cosas asi motivan!
1 abrazo!

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