El Club Soledad: Maru.

Nadie nos enseña a vivir. Nadie nos cuenta cómo debemos empezar a ser felices. Quizá es la razón de que nunca lo seamos. No se dictaron normas ni tampoco manuales, por eso somos libres y desdichados. Somos independientemente dependientes de algo. Nos mentimos (primera fase), nos deprimimos (segunda fase), continuamos deprimiéndonos (tercera fase), negamos todo contacto con cualquier persona (cuarta fase) y lloramos (quinta fase)… Hasta ahí conozco yo. No sé en cual he estado ni en cual estoy, pero conozco cinco historias. Cinco historias que nos enseñan que la soledad no es cosa de uno.
Máster en soledad, Nobel de desdicha, record de lágrimas. Maru había sido más que bella. Había sido perfecta. Sus padres la habían educado como la perfecta esposa y envidiable madre. Rímel desde los trece, carmín desde los quince. Falda corta, descaro de largo. Aprendió más con su cuerpo que cualquier capullo con un libro. Supo dirigir y exigir, desear y ser amada. Era la mayor zángana, hija de su madre, que rondaba el barrio. La más cabrona con los hombres, sin competición entre las mujeres. Hasta que llegó David.
Desde el momento en que se encontraron en la facultad de ciencias sociales de la universidad Complutense de Madrid se podía decir que eran la pareja modelo. Todos observaban, todos envidiaban. Ella era feliz, él era feliz.
Terminaron la carrera casi al mismo tiempo. Fueron a vivir a un piso en Tirso de Molina. Dos perfectos titulados viviendo en un perfecto piso de recién casados. La vida sonríe, aunque a veces parezca una simple mueca. Tuvieron un precioso niño rubio como el padre, ojos verdes-perdición de la madre. La vida perfecta, consumada perfectamente. Años después de casarse murió su madre. Cáncer. Según los médicos, no sufrió ya que se había pasado las últimas dos semanas sedada pero a Maru le costaba pensar que el dolor se apaciguase con un líquido y un par de pastillas. Que equivocada estaba.
Seis años más tarde, mientras su padre llevaba al nieto al colegio, tuvo un accidente. El padre murió en el acto. Pero el niño, que por aquel entonces tenía ocho años, murió una semana más tarde. Fundido a negro en una vida rosa.
Durante el velatorio gritaba palabras sin sentido alguno y se pegaba al cristal hasta llenarlo de lágrimas. No sabría transcribir con palabras el dolor que sentía. Algunas personas han descrito esta situación como perder la vida durante un periodo de tiempo indefinido. Pero indefinido de verdad, de los que suenan a eternos. Algunos no la encuentran nunca. Al día siguiente un mechón blanco como la leche sobre su pelo negro le marcó por fuera lo que por dentro ya sería imposible cicatrizar. Nunca se lo tiñó por miedo a olvidar. Pero la peor parte se la llevaba el padre. Se acercó a la madre de uno de los compañeros de clase del pequeño David y preguntó:
- ¿Este es Juan? ¿El que le quita los rotuladores nuevos a mi hijo?
- Saluda, Juan…
Sin mediar palabra David rompió a llorar, abrazando con fuerza a Juan y, entre lágrimas, dijo:
- Quédatelos, consérvalos bien. Es tu recuerdo de David. Por favor, no le olvidéis nunca.
Y sentado en el suelo lloró durante algo más de dos horas, pudiendo recordar cada gesto de su hijo, cada pelo y casa sonrisa. Lloró por cada segundo que no volvería a ver al pequeño David.
Un año más tarde, entre discusiones, enfados, sollozos, lágrimas y barba de tres semanas David se suicidó. Se ahorcó en el lavabo de la oficina que, pese al trauma que le había supuesto volver a trabajar una semana después de su encontronazo con la vida, le había obligado a reincorporarse rápidamente. Ni un triste mes de recapacitación. Toda una vida desperdiciada.
Todos los principios de Maru caían en picado sin freno ni dirección. Educada para ser perfecta esposa, envidiada madre; se había convertido en perfecta trasnochadora y triste mujer. Sentada en su sofá viendo pasar las horas había cambiado las faldas cortas de su adolescencia por el albornoz y sus ojos verde-perdición decoloraron a verde-desesperanza. Era algo más que no pensar en nada… Era recordar. Lloraba a todas horas, sin motivo ni causa. Ni una triste visita… Ni una triste carta… Ni una triste llamada. No volvió a oír un te quiero nunca más. Ahí terminaba la historia de Maru.
Como dije antes, se equivocaba al pensar que unas pastillas y un líquido podían apaciguar el dolor. Mezclaba bourbon y analgésicos, codeína y Actrón a grandes dosis. No dormía pese a todo. Se pasaba las noches enteras en ese estado entre dormida y despierta intentando no salir de ese sumidero de recuerdos donde David todavía seguía vivo, su hijo crecía y la soledad no le arañaba los segundos.
Pasado un tiempo Maru dejó de lado la poca motivación que le proporcionaba la tele tienda y perdió la cuenta de cuantas pastillas había tomado. Primero se mareó y perdió el conocimiento. Luego reconoció, entre sueños, a su familia perfecta sonriendo, mirando a través de una cerradura y asomando emociones tras el pomo de una puerta entreabierta.
Cruzar o no cruzar. Esa es la decisión.
Comentarios
Un saludo
Abandonamos el Fortuna Light eh? En esta ocasion has logrado q sangre el boligrafo...
Muy bueno, en serio, muy duro...pero todos los que recordamos situaciones como esa (no os olvidamos..........) sabemos que no es exagerado.
Hazme caso con lo que te dije ayer ;).
1 abrazo
no sé ni qué decirte...
llega a las tripas...de una patada...
creo q en kuanto konecte la impresora voy a empezar a imprimiros.
un bezooo...o un abrazo?o...q hago????? ;D jeje
Se han quedado muchas historias en el tintero,qiero leer....!!
Un besoo!
Un saludo y tengan paciencia... y si no... apuntense a eso de colaborar!
a ver si vuelvo con mi tienda de discos...
nota de talibán ortográfico:
RAE says:
Aviso
La palabra soñozo no está en el Diccionario.
Sorry!