Felicidad, parte 8




El puente de St. Louis estaba iluminado con una mezcla de eficacia y la magia que había hecho famosa la ciudad. El Sena susurraba en sus constantes idas y venidas una música orquestal, mantenida con oboe, con los violines aullando caóticas melodías fusionadas en un sonido conexo. Norte-Dame presidía la escena, imponente como siempre, irresistible, indestructible, y más arriba, la luna se arropaba con una fina manta de nubes.
- He venido a París buscando esto – dijo Julia. Andaba despacio, sin dejar escapar el momento.



- París es una ciudad única – dijo Odette -, pero es mejor no vivir aquí demasiado tiempo. Huir antes de ver su lado oscuro. Pero es así en todas las ciudades, ¿no? Todas tienen su encanto y todas son capaces de destruirlo.
- Aprovéchalo, Julia, no dejes que te roben esto, ni siquiera Odette – dijo Gilles -. Ninguna ciudad te ofrece lo que da París.
- Ninguna te cobra lo que te quita París – dijo Odette.
Continuaron paseando por el islote adormecido por el río hasta encontrar un grupo de corredores. Cinco personas que debían quedar todos los días para hacer el mismo recorrido y que seguían haciéndolo después de todo.
- ¿Creéis que seguirán así para siempre? – preguntó Julia.
- ¿A qué te refieres? – dijo Odette.
- Ellos... siguen haciendo lo mismo que hacían. Me pregunto si algún día dejarán de hacerlo, o qué harán sus hijos.
- Estarán así hasta que mueran. La especie humana ha perdido toda su vitalidad. Dentro de unos años dejará de ser la especie dominante.
- La especie evolucionará – dijo Gilles -. Ellos evolucionarán. Sé que te cuesta, pero intenta pensar en ellos. Acaban de encontrar la felicidad eterna, la sonrisa incombustible. ¿Cómo estarías tú? Están conmocionados por ello, pero eso no durará siempre.
- Entonces, ¿por qué no han dejado de ser gilipollas ya?
- Ya te lo he dicho, están conmocionados. Son felices y están atontados por esa felicidad. ¿Crees que a un dios como Mas’ud, a quien hemos visto que le encantan las oraciones, le conviene que mueran los humanos? Esto es sólo una fase, pero aprenderán a ser felices y continuar, a progresar.
- ¿Cómo van a progresar si no tienen objetivo? ¿Hacia dónde van a progresar?
- Lo único que tienen que hacer es mantener la raza humana donde está. Querrán hacer cosas, pero no serán infelices por no conseguirlas. Querrán tener hijos, pero si son estériles no les quitarán parte de su vida. Ahora es cuando toda la especie puede seguir adelante pase lo que pase, porque ya nada les puede vencer.
- Eres un jodido amante de los masuds, Gilles. Estás tan cegado con ellos como yo.
- Al menos reconoces tu parte.
La risa se convirtió en lluvia, y la fina manta de nubes se había convertido en un edredón oscuro.
- Es mejor que vayamos a casa – dijo Gilles -. Julia, Odette, esta noche os quedaréis en mi casa. Ya pensaremos dónde dormís mañana.




El bebé, de nombre desconocido, miraba con la curiosidad propia de esa edad a las tres personas de la habitación.
- Son unos putos católicos locos – dijo Leeland.
- No sabemos si son católicos – dijo Paul.
- Pone “por la gracia de Dios” y habla del verdadero dios, ¿qué crees que son?
- Pone “por la gracia de dios”, con minúscula. No parece que hablen de Dios, de ese Dios. O a lo mejor sí, pero no lo sabemos. Me preocupa más lo de los idiomas.
- ¿Qué idiomas?
- Está en muchos idiomas el folleto. Inglés, francés, español, italiano, varios asiáticos y unos cuantos más.
- ¿Y qué? Querrán que todos lo entendamos.
- Todos, no sólo los franceses. Puede significar que han hecho un único diseño y lo van a repartir por todo el mundo. Puede que estén haciendo lo mismo por todas partes.
- Mierda... Tenemos que irnos de aquí. Buscar ayuda o algo así. Fabien, ¿qué ciudad tenemos cerca?
- Eh... Nantes. Por la autopista...
- Pues vámonos.
- ¿Qué pretendes? ¿Pillar un taxi?
- Robar un coche. Y no me digas que está mal, porque no creo que mucha gente de aquí lo vaya a usar.




Al noreste de allí, mientras buscaban un coche y se ponían en marcha, Lewis Mitchell huía del país por las casi vacías autopistas en busca del Eurotúnel. No le agradaba el cambio en las personas, la elección que habían tomado. Le parecía egoísta hacia todos los demás, amigos, familiares o desconocidos. Pero no todo se había vuelto peor. Hasta donde él había visto, el mundo era ahora mucho más tranquilo, o al menos en la carretera, en los viajes. Sin atascos, sin prisas, sin accidentes y sin pitos.
Pese a que los masuds no le caían realmente bien, si hubiera estado dormido todo este tiempo y se hubiera despertado en Francia, Lewis habría pensado que era un domingo más, un día tranquilo. No había visto todavía ningún cambio en la gente; simplemente eran desconocidos y el un extranjero. Eran amables o no, como siempre lo habían sido.
Con ese pensamiento le surgió otra pega: la gente mala seguiría siendo mala, pero ahora eran realmente felices con ello. Aunque, por otro lado, quienes sufrían su maldad no serían infelices ahora. Les daría realmente igual.
Y con esos pensamientos entró en un túnel submarino, en busca de la siempre lluviosa Inglaterra.




Y con un bebé más tranquilo de lo normal, un solitario coche robado llegaba a Nantes.
- ¿No os preocupa el bebé? – dijo Leeland.
- Hace tiempo que no llora – dijo Paul -. ¿Crees que es feliz?
- Espero que lo sea, pero no tontamente feliz. ¿Deberíamos pellizcarle?
- Llorará – dijo Fabien -. No hay comida.
- Joder, bien hecho. Acabo de acordarme de que me muero de hambre.
Rápidamente se le olvidaría a Leeland. En cuanto entraron en la ciudad se les olvidó todo. Ni siquiera habían tenido en cuenta la posibilidad de que la Humanidad no fuera a atacar sólo aquel pueblo, y comparando la población de un pueblo con los casi 300.000 habitantes de Nantes, lo que habían visto por ahora no era nada. El olor de miles de montones de cuerpos decapitados y quemados era insoportable. Columnas de humo invisibles en la noche, confundidas con las nubes. Almas que viajaban al cielo.
Paul Russeld cerró las ventanas y apagó el coche. No podía creerlo. Ninguno de ellos podía creerlo, y durante unos minutos estuvieron sentados, mirando al frente, como en un cine de verano viendo una película de terror. Como si hubieran vuelto a su juventud y pusieran un remake de La Guerra de los Mundos, intentando convencerse de que no eran más que efectos especiales acompañados con el sonido de un convoy de vehículos...
Un faro alumbró la luna de su vehículo. Se quedaron paralizados, pero conscientes de nuevo de la situación. A su lado pasó un vehículo militar y, detrás de este, una decena. Giraron hacia la autopista y desaparecieron.
Tardaron un minuto en hablar.
- ¿Qué coño era eso? – preguntó Leeland.
- ¿Militares?
- ¿Por qué no han hecho nada?
- Dios mío.
- Te lo dije, Paul.
- No puede ser.
- Te lo dije.
- Cállate. Me da igual. No puede ser.
- Son ellos. La Humanidad son ellos.
- No tienen que ser ellos. Pueden haber robado el equipo militar.
- ¿Qué coño importa eso ahora? Lo hayan robado o no, ahora ellos son los militares.
El bebé empezó a llorar.
- Comida – dijo Fabien.
- Sí, sí. Pero, ¿a dónde han ido?
- Comi...
- ¡Que sí! Ahora conseguimos comida para el bebé y para nosotros. ¿A dónde han ido, Fabien? Pone E50 en la autopista. ¿A dónde va eso?
- París.




- ¿Qué pasa? – preguntó Julia.
- ¿Son disparos? Eso son disparos. Gilles, son disparos.
- ¿Disparos? ¿De dónde? Serán petardos, Odette.
- No, no. Son disparos. ¿Quién se va a poner a tirar petardos ahora?
- Se oyen por ahí... – señaló Julia -, y por ahí. Y ahí también. Pero no pueden ser disparos.
Una ráfaga de disparos de una ametralladora sonó cerca suyo, al otro lado del a esquina.
- ¿Qué pasa? Son disparos, Gilles. ¡Tenemos que irnos de aquí!
Cuatro personas, armadas con fusiles de asalto, se asomaron por la esquina, apuntándoles. Julia, Odette y Gilles gritaron antes de que dispararan.
- ¡Estos no! – gritó uno de los armados. Sacó una pistola y les apuntó. Tres disparos. Julia cayó al suelo del impacto y los armados continuaron su camino.
Odette seguía de pie llorando, con los ojos cerrados. Julia se tocó el pecho, donde la habían disparado. Lo notaba pegajoso, pero demasiado sólido para ser sangre. Y demasiado verde.
- Es pintura. Sólo es pintura.
- ¿Qué? ¿Que es qué?
- Es pintura, Odette. Estamos bien. Sólo es pintura.
Gilles, después de ver que ambas estaban bien, recorrió la calle hacia donde habían oído los disparos cercanos, aunque seguían escuchando, pese a la incesante lluvia, disparos por toda la ciudad.
- ¿No son de verdad? – preguntó Odette.
- Sí... – dijo Gilles, mirando más allá de la calle, con la cara pálida -. Son de verdad.
Odette y Julia corrieron hacia donde estaba él y vieron varios cuerpos caídos con la sangre descorrida por la lluvia, como si fuera maquillaje en un enorme rostro llorando.
- Tenemos que irnos – dijo Gilles. Volvía a ser el de siempre.
- ¿Qué? ¿A dónde? – preguntó Odette.
- Seguidme, e intentad que no se os vaya la pintura.
Se echó a correr por las calles que conocía a la perfección. El camino estaba plagado de cadáveres y la calzada estaba cubierta de sangre que intentaba escaparse por las rendijas. Gilles se paró delante de una tienda cerrada.
- ¿Qué hacemos aquí, Gilles? – dijo Odette.
No la escuchó. Miraba alrededor, buscando algo. Se acercó a una papelera y la arrancó. Utilizó la papelera para romper el cristal de la tienda. Entró en ella sin atender a los gritos de Odette y después de un minuto volvió con tres botes de pintura verde y un martillo.
- Echádselo encima a cualquiera que veáis. No vamos a dejar que esos cabrones maten a todos.
- ¿Qué está pasando? – preguntó Julia.
- Están matando a los masuds. Si no gritan les matan. Si gritan les marcan para que los demás lo sepan. Todavía no hemos terminado. Venid.
Cruzaron un par de calles para llegar a una armería. Gilles utilizó el martillo para destrozar el candado y romper el cristal. La alarma se volvió loca, pero ya daba igual. Sacó de ahí tres pistolas y un montón de cargadores que guardó en la mochila donde llevaba su cámara fotográfica.
Vieron decenas de muertos, al menos una docena de barrios masacrados, antes de encontrar gente viva. Empezaron a marcarles. Los masuds sonreían durante el proceso. Pronto aparecieron los armados. Su primera reacción fue seguir adelante, al ver a todos marcados, pero era demasiado llamativo. Paseaban como si no pasara nada. Dos de los armados se quedaron dudando, mientras los otros se iban buscando presas. No parecían haber visto a Gilles, Julia y Odette, que se encontraban a veinte metros, manchando de pintura a cualquiera que veían.
- ¿Estos no? – preguntó uno de los armados -. No parecen preocupados.
- Sabrán que están a salvo – dijo el otro.
- ¡Eh! – gritó el primero, hablando a uno de los masuds que parecía estar disfrutando la noche parisina, quizá volviendo a casa -. ¡Tú! – le apuntó a un metro de distancia.
- No... – dijo Gilles y empezó a acercarse hacia ellos.
- ¿¡Qué coño te pasa!? Te estoy apuntando, joder. Tendrías que echarte a llorar... Mierda, estos son felices. Todos estos son felices. Les han marcado mal.
Gilles sacó la pistola y le disparó en la cabeza antes de que pudiera matar al masud. Intentó disparar al otro, que había reaccionado saltando hacia un lado al ver la cabeza de su compañero explotando en su cara. Ambos se escondieron como pudieron.
- ¡Escondeos! ¡Odette, meteos en un portal!
El armado se asomó lanzando una ráfaga, acertando en varios de los despreocupados masuds, que seguían sonriendo. Gilles disparó a ciegas sin acertar. Antes de que el armado volviera a disparar se escuchó un golpe sordo y el sonido de un cuerpo cayendo.
- ¿Estáis bien? – preguntó una voz desconocida.
Gilles se asomó y vio a hombre de cuarenta años con la camisa manchada de verde. A sus pies estaba el armado y una papelera con la que le había golpeado.
- Sí... – dijo Gilles -. ¡Odette, Julia, salid! Muchas gracias – le dio la mano al nuevo -. Joder, gracias. Supongo que no eres masud.
- No, que va. Me llamo Benoît Morel.
- Gilles Couture. ¿Está vivo?
- Eso parece.
- ¿Sabes qué está pasando?
- Están matándolos a todos. Primero les disparan y luego les decapitan. Están amontonando los cadáveres. No sé cuánto tardarán en llegar aquí, pero tenemos que sacar a todos estos de la calle.
- ¿Sólo matan a los que están fuera?
- No, no. Entran en las casas. Llevo escondido aquí desde que han empezado. Esta zona la han masacrado ya, pero parece que estos han llegado andando sanos y salvos. Tenemos que llevarles dentro antes de que se pierdan.
Gilles cogió su rifle y el de su compañero muerto y le entregó uno a Benoît. Agarró los pies del armado inconsciente.
- Vamos a meterle ahí – dijo Gilles, señalando hacia el portal donde estaban Julia y Odette, que aparentemente no habían oído el aviso de Gilles.





Habían tenido que parar en una gasolinera, donde ya estaban todos muertos, para conseguir comida. El bebé se había quedado dormido después de comer y eructar, en los brazos de Fabien, que parecía usar la protección del bebé como una manera de purgarse del atentado.
Tardaron varias horas en llegar a París. Para cuando llegaron, poco antes del amanecer, ya era muy tarde. Esta vez no eran cientos como en el primer pueblo, ni miles como en Nantes. Eran millones. La lluvia había apagado los fuegos, pero la carne ya estaba quemada y humeando.
Se bajaron del coche sin saber qué hacer ahora, sabiendo que ya daba igual, y deambularon por la ciudad. Hasta que les apuntaron.
- ¡Quietos ahí! – gritó una voz en francés.
Y se quedaron quietos. Cuatro hombres armados con ametralladoras se acercaron a ellos.
- ¿Quiénes sois? ¿Eso es un bebé? ¿Quiénes sois?
Leeland explotó.
- ¿Lo habéis hecho vosotros? ¿Les habéis matado? – hablando en inglés.
Se acercaba hacia ellos lentamente, lleno de rabia, a punto de causar algo peor.
- No – dijo Gilles, y continuó en inglés -. ¿Quién coño sois vosotros?
Leeland no parecía entender lo que pasaba, lleno de ira como estaba. Paul le paró y habló.
- Somos americanos. Bueno, él no. Ni el bebé. Sufrimos un accidente de avión cuando nos íbamos y hemos visto esto por todas partes. Un pueblo primero, y luego Nantes, y vimos a los que lo han hecho salir hacia aquí. Intentamos llegar antes para avisar.
- Dios... – dijo Gilles, bajando el arma -. Nantes... ¿Sabéis si ha pasado en más sitios? ¿Qué ciudades han sido masacradas? ¿Es sólo en Francia?
- No tenemos ni idea. Intentamos avisar -. A Paul se le escapaban las lágrimas.
- Joder... Venid -. Empezaron a andar todos -. Hemos estado buscando supervivientes, masuds o no. Marcan con pintura verde a los que no lo son. Gracias a eso hemos conseguido salvar a unos cuantos. Ha sido una locura. Son muchísimos, con armas y vehículos militares. Tanques. Ya no sabemos qué hacer. Los edificios del gobierno están destrozados. Los han matado a todos. ¿Y el bebé?
- Lo encontramos llorando en... ¿cómo se llamaba? El pueblo donde llegamos.
- ¿Llorando? Eso es bueno. Es aquí.
Entraron en un edificio y subieron un par de pisos por las escaleras. Una de las puertas estaba abierta. Dentro, atado y amordazado, se encontraba un hombre. Tenía sangre en la cabeza y un moratón en el ojo, pero la hemorragia había parado. Un par de mujeres le apuntaban con pistolas.
- Es uno de ellos – dijo Gilles.
- La Humanidad – dijo Paul.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Rupoooooooo....sorry...sq no puedo leermelooooss!! no tengo tiempo pa leer prestando atencion en el ordenador...si los tienes tos juntos pasamelos por mail...plis....y kuando sake un weko pa komprar folios me los imprimo...juuu
Hueto ha dicho que…
woah! hemos llegado al punto del encuentro de historias?
que locura...ya decia yo que eso eran unas cruzadas o un holocausto...

y esta vez le dejas con la intriga...

1 abrazo!

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