Felicidad, parte 7

Judith Lamay, con tantos años vividos que no merece la pena decir el número, había conseguido una copia en cd de los nocturnos de piano de Chopin interpretados por Arthur Rubinstein, una habitación de un precioso hotel en la costa de Normandía y una máquina de escribir. Tiempo atrás todo esto le habría parecido un gasto excesivo.



Colocó con cuidado el primer folio y se preparó a escribir en el centro. Sólo necesitaba un título para que todas las palabras que ya conocía empezaran a escribirse solas. Una palabra o una frase que representara todas las historias que le habían contado en su vida, todas las vidas que había conocido por medio de la investigación, para que todos esos nombres casi desconocidos cobraran vida en una novela. Un título.
Pensó en ellos, en los soldados que fueron a la guerra por obligación, en los que fueron por patriotismo y en los que fueron por ser violentos. En todo lo que dejaron atrás, todo lo que hicieron fuera del país y todo lo que se perdieron por no poder volver. Después de tanto tiempo encontrando información sobre ellos le resultaba fácil escribir sobre ellos, pero no era capaz de darle un nombre. ¿Cómo puede ser tan difícil encontrar un título?
Arrancó el papel con furia y se fue a cenar comida francesa.



George Bush se levantó en una cama de hospital. Estaba realmente dolorido. Un doctor le explicó que la policía le había encontrado mientras patrullaban y le habían traído allí; aunque fueran autómatas todavía hacían su trabajo. Tenía múltiples fracturas y tendría que estar hospitalizado durante algunos meses. Volvió a dormir mientras pensaba que ya era demasiado mayor como para luchar por el mundo.



- Mirad a ese músico por ejemplo. Es un masud, eso está claro, pero sigue viniendo este café a tocar todos los días. Sabe que nadie le va a dar dinero porque a nadie le importa ya, que todo su día va a ser una pérdida de tiempo si quiere conseguir dinero, pero sigue viniendo aquí. Sigue tocando aunque no le paguen por ello. Es arte por amor al arte, no por dinero.
La mezcla del café, la música del violín y el atardecer en una ciudad como París es algo impagable. Julia ya se había enamorado de la ciudad, aun sin hallar lo que había venido a buscar. Conocer a Gilles y a Odette era un buen comienzo, y no había pensado en su antiguo novio durante todo el día.
- No seas estúpido – dijo Odette -. Él viene por el dinero, si no, no dejaría el sombrero en el suelo.
- Él viene a tocar, pero no porque vaya a conseguir dinero. Antes de Mas’ud era fácil que consiguiera algo después de una tarde. Le he visto con billetes, Odette. Pero ahora sabe que no será así y se dedica a tocar. Si alguien quiere pagarle por ello es libre, pero no existe la misma mezcla de pena y obligación de antes.
- ¿Y quién le va a pagar? Ellos no. Nosotros. Si alguien le da dinero vamos a ser nosotros. Joder, tú mismo lo has dicho: a nadie le importa que toque o no, que se muera o no. Sólo a los que no hemos sido gilipollas.
- Tiene razón, Gilles – intervino Julia; todavía le daba miedo hablar con ellos, pero empezaba a sentirse tranquila -. El arte no tiene sentido si la gente no siente con él. Si a nadie le hace sentir asco incluso.
- Simplemente sois unas pesimistas – rió.
Siguieron tomando cafés y cafés y hablando, discutiendo sobre el enorme cambio que había sufrido el mundo, hasta que Gilles se acordó de que tenía que preguntarle algo a Odette.
- ¡Mierda! Se me había olvidado. ¿Qué te han dicho tus jefes?
- Me han echado. Pensaba que esos putos robots no podrían hacerlo, pero parece que para esas cosas sí son conscientes.
- Siempre son conscientes. Tienes que reconocer que no podían dejarte trabajar ahí.
- ¿Dónde trabajas... trabajabas? – preguntó Julia.
- En la televisión. Era reportera. Interrumpí un programa y les grite que eran esclavos, egoístas y unos cerdos hijos de puta. No se me ocurría qué más decirles en ese momento... Ahora tengo unas cuantas cosas más que añadiría.
- No me lo podía creer cuando te vi – dijo Gilles.
- ¿Qué hacías viendo eso?
- Es un programa como cualquier otro. Da la sensación de que el mundo no ha cambiado cuando ves la televisión. Siempre me ha fascinado. Mientras los fotógrafos mostramos cómo evoluciona todo, vosotros os dedicáis a estancarlo. Cuando surge algo nuevo o lo destrozáis hasta que todos se olvidan o lo integráis como si fuera algo cotidiano, como si no hubiera cambiado nada.
- Dios mío. Qué insoportable eres. Julia, hazme caso. Aléjate de él antes de que te atrape y tengas que soportar todos sus comentarios estúpidos.
Pero ya la había atrapado, tanto Gilles como Odette. Era feliz en un mundo de gente feliz.
Cuando se iban del café se acercó al violinista para dejarle unas monedas en el sombrero. Sin interrumpir la canción le dio las gracias.



No conseguía acostumbrarse al olor de su aliento. Si al menos siempre fuera igual podría aguantarlo, pero cada copa lo cambiaba y lo convertía en una mezcla de alcoholes. ¿Quién podría imaginarse que existirían todos esos olores partiendo de los mismos ingredientes?
- Dime una cosa, niña – dijo John Turner, el borracho -. ¿Qué haces aquí? No es que me importa, pero no te entiendo. Soy un borracho, debería darte miedo. ¿Por qué estás aquí... conmigo?
Cony lo pensó... durante unos minutos.
- Porque no conozco a nadie. Son todos extraños, muy raros. Tú eres un borracho, pero eres algo que conozco. Conozco a borrachos. Eres normal.
- ¿Y no te da miedo que sea una mala persona?
- No... no sé por qué.
John lanzó una de sus carcajadas. Cuando reía parecía un dios, no porque fuera majestuoso (seguía siendo bastante deprimente), sino por la fuerza con la que lo hacía. Momentos fugaces de poder en un cuerpo descompuesto.
- Tranquila, niña. No voy a hacer nada. ¡Dame otro de esto, señorita!
- ¿No crees que deberíamos irnos?
- ¿Irnos a dónde? ¿Qué hay fuera? La verdad está ahí fuera – su risa le interrumpió -. Qué gilipollez. La verdad se encuentra mejor aquí – señaló su vaso vacío -, que ahí – señaló la puerta -. Antes quedaba esperanza fuera, pero ya no queda nada. Sólo existe esto.
Cony se apoyó molesta sobre sus brazos pensando en cómo convencer a ese borracho idiota de que salieran a la calle. Tendría que darle una buena patada en el culo.



Leeland Trinder, Paul Russeld, Fabien Chevalier y un bebé discuten. Ni Fabien ni el bebé dicen mucho, aunque miran con mucha intensidad.
- ¡Tenemos que ir a por ellos! – grita Leeland.
- ¿Para qué? ¿Tienes superpoderes? Lo máximo que les vas a hacer es reventarles el tímpano con esos gritos. Y como sigas haciéndolo aquí vas a llamar la atención de alguien.
- ¡Han asesinado a veinte personas, Paul! No podemos dejarles que se vayan, no pueden irse así como así.
- ¡Ya lo sé! Pero no podemos hacer nada. Tienen armas y coches, y mala hostia. Seguirles sólo hará que nos maten. Podemos ir a la policía o al ejército y decírselo. Ellos podrán hacer algo.
- Las cosas no funcionan así ahora. Si vamos a la policía les dará igual. Son zombis.
- ¿Y todos esos cadáveres de ahí fuera también son zombis? ¿Qué coño te importan entonces?
Leeland le miró con odio, aceptando que tenía razón.
- Vayamos a la policía. Me voy fuera a fumar un cigarro.
- Es mejor que no nos separemos, Leeland.
- ¿Quieres que fume con el bebé aquí?
Esta vez fue Paul quien aceptó que estaba equivocado.
Leeland se fue del edificio. Al salir se encendió un cigarro y se acercó a la pila de cadáveres. Da igual que se conviertan como autómatas; siguen estando vivos. Esto sigue siendo asesinato. Sigue siendo horrible... Sin embargo, lo más escalofriante de la escena eran las sonrisas que tenían todas las cabezas decapitadas. Quizá era mejor así. Habrían sufrido dolor, pero sólo físico. Habían sido felices mientras les torturaban y veían como mataban al resto de aquella pila. ¿Qué habría pasado con el resto del pueblo?
Continuó la calle por la que habían entrado en el pueblo y les vio. Desde donde estaba él se veía una docena de montículos iguales, con veinte cuerpos y veinte cabezas amontonadas cada uno. El pueblo estaría lleno.
¿Quién había sido capaz de hacer todo eso? No tardaría en averiguarlo, o al menos en parte. Se acercó con lágrimas en los ojos a la pila más cercana y vio una papel en el suelo, y a partir de ahí vio que toda la calle estaba plagada de los mismos papeles. Lo cogió para leerlo. Estaba firmado por La Humanidad, y decía que aquellos que habían aceptado a Mas’ud como dios habían insultado al verdadero dios, que Mas’ud era el demonio y que todos ellos eran ahora siervos suyos y tenían que morir “por la gracia de Dios”.
- ¿¡Estás contento!? – le gritó Leeland a Mas’ud -. Mira lo que has conseguido. No has traído la felicidad, sino los temores y los odios. Has convertido al hombre en un animal sangriento otra vez. ¡Vamos! ¡Baja aquí y tírame un rayo con tu culo, cabrón!
Se echó de rodillas y lloró como el bebé que sujetaba Fabien en la habitación.
- Sólo has traído lágrimas...





No llevaba más que un par de días allí y Lewis ya estaba harto de Francia. Durante esos dos días habían puesto en la radio al menos diez veces Shinny Happy People y no sabía si era una broma cruel de alguien o una casualidad macabra.
Ni siquiera había llegado a entrar en lo profundo del país, sino que se había movido por el norte, cerca siempre de las playas. La décima vez que escuchó la canción de R.E.M. decidió largarse de ahí, así que puso rumbo al Calais, para cruzar el canal y llegar a Inglaterra. Al menos allí hablaban inglés.





- Además de los viajeros como vosotros que nos encuentran, parece que la sociedad de El Kawa se ha extendido por el resto de África. Han llegado personas aquí, sabiendo qué iban a encontrar, desde países cercanos como Etiopía o Egipto, y desde algunos mucho más lejanos como Angola, Mozambique o Mali. Creemos que en algunos de esos países han comenzado a moverse ciudades por su cuenta, a crearse cantones independientes al gobierno central, y por lo que vemos aquí a esos gobiernos no les preocupa.
Mientras recorrían las alcantarillas de El Kawa, Nel les ponía al día sobre lo que sucedía en la ciudad. Nicole y Nathan Crook estaban fascinados con la creación de un sistema así. Significaba que aun había esperanza. Quizá los humanos perderían la supremacía que mantenían en el planeta, pero podían sobrevivir como siempre lo habían hecho. Dentro de poco sería una especie en extinción con grandes posibilidades de supervivencia.
- ¿Qué tipo de gobierno funciona aquí? – preguntó Nicole.
- Por ahora tenemos una asamblea a la que puede asistir quien quiera. Creemos que es lo mejor mientras dure esta crisis. La gente está muy concienciada con la situación actual, y saben que dependiendo del tema que se trate algunos están mas preparados para las decisiones que se tomen.
>> Estamos creando una utopía. Es hermoso ver cómo todos se ayudan y colaboran en cualquier tarea. Aunque tenemos algunos problemas. Hay poca gente que nos pueda ayudar en algunas tareas técnicas. Gwatanawo, por ejemplo. Él se ocupa de supervisar todo el alcantarillado de la ciudad, además de servir como fontanero. Es un trabajo demasiado duro para una sola persona. Y hablando de Gwatanawo.
Frente a ellos se encontraba un gigante negro retorciéndose entre tuberías. Salió de una de ellas para saludar y Nel les presentó.
- Estoy enseñándoles la ciudad. Es muy probable que quieran quedarse aquí con nosotros... aunque todavía no nos lo hayan dicho.
Nel sonrió.
- ¿Sabéis algo de tuberías?
Nathan se acercó a mirar.
- No es que sepa demasiado, pero seguramente pueda ayudarte mientras tu me mandes qué tengo que hacer -. Se incorporó y habló a Nel -. No sé si tendréis mecánicos...
- Estaremos encantados. ¿Necesitas ayuda ahora, Gwatanawo?
- No, lo tengo todo solucionado, pero me llevará unas horas.
- Te he traído agua y algo de comer.
- Nel, te besaría ahora, pero prefiero invitarte a cenar más tarde, cuando esté presentable.
Nel sonrió y se despidió de él. Empezaron el camino de vuelta para enseñarles otras zonas de la ciudad.
Nathan y Nicole habían encontrado el paraíso, y no estaba ya creado, sino que tendrían que ayudar a crearlo. Pero ya era el paraíso. Era esperanza, era el futuro. Todos esos meses de desespero y dolor se habían desvanecido después de unas horas en El Kawa... y volvieron en unos segundos. El sonido de una explosión contenida por el suelo de las calles hizo temblar todo. Corrieron a la salida para descubrir humo, fuego, gritos, sangre. No había sido una explosión, sino varias repartidas por la ciudad. Algo preparado, no un accidente. Unas bombas habían aniquilado quizá la única esperanza de la humanidad.


Comentarios

Hueto ha dicho que…
Por fin!!
tengo que decir que me ha gustado mas que las anteriores entregas. y encima coges y metes a OTRO personaje?? esto es un desfase...xD

para puntazos, me quedo con lo del violinista y lo de "baja y tirame un rayo con el culo"...jejeje.

muy bueno! vamos a por el otro.

p.d.: la Humanidad, suena a las antiguas cruzadas...

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