Felicidad, parte 1
Esta primera parte no está muy bien, salvo algún detalle que sí me gusta, pero más o menos empiezo a coger el ritmo otra vez.
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Los templos se abandonaron. En algunos países se destrozaron. Religiones olvidadas y sus libros quemados. La Iglesia Católica aprovechó para explicar a su dios. Los islamistas recurrieron al nombre que había elegido para decir que era Alá. Los budistas, jainistas y muchas otras creencias orientales predicaron el cese del samsara, y la llegada del nirvana definitivo. Todos ellos intentaron aprovechar la situación, pero ninguno lo consiguió. ¿Cómo pretender que se crea en un dios si todos podemos ver a otro distinto?
La llegada de Mas’ud significó el final de una época, y no era sólo un eslogan, sino una realidad. Decidió aparecerse ante todos a la vez, ante los que soñaban y ante los que estaban en vela, ante cualquiera de ellos. Y Mas’ud les dijo a todos ellos que era un dios. No Dios, no algo todopoderoso que había creado la existencia. La existencia le había creado a él, pero era un dios. No era el alfa y el omega, el principio y el fin, y no conocía todo lo que iba a suceder y lo que había sucedido (aunque lo intuía), pero podía cambiar la vida de cualquier ser vivo. Podía dar respuestas.
La respuesta humana sí fue inmediata. La religión a Mas’ud (que, pese a la semántica clásica no se llamó masudismo, sino simplemente el masud, y a sus seguidores los masuds) se extendió en pocas horas por todo el mundo, y las enseñanzas de Mas’ud, que fueron dadas a todo aquél que las pidió, predicadas por cualquier medio.
El nuevo dios eligió ese nombre por dos motivos. Quiso que fuera árabe porque las religiones más extendidas en ese momento habían partido de allí. Quiso que fuera Mas’ud porque significaba afortunado, feliz. Y ese era el pilar de su éxito...
Él no prometía la felicidad de ningún modo específico. Lo único que pedía era que le veneraran y le agasajaran, pero no le importaba la forma. A cambio te daba la felicidad, simple y llana. No te cambiaba la vida para que fuera lo que quisieras en ese momento, sino que te hacía ser feliz con aquello que tuvieras. Si aceptaban a Mas’ud, los pobres que no tenían dinero para vivir eran felices de ese modo; los hambrientos pasaban hambre, pero eran felices; Y así el mundo se convirtió en un lugar de hombres felices: sin guerras, sin odios, sin violencia... Sólo felicidad.
Pero, ¿qué historia se podría contar en un mundo donde TODOS fueran felices? ¿No sería la vida de cada uno de ellos la misma?
Ernst Dietrich era uno de los pocos humanos que no habían aceptado a Mas’ud. Vivía en el mismo lugar que antes de la llegada del dios: el centro siquiátrico Fletcher. Era esquizofrénico. Aquel centro, como la gran mayoría de ellos, no había sido abandonado. Los médicos y cuidadores eran felices trabajando allí, aunque no impedían que salieran del centro los locos. Locos. Ahora sí que lo estaban. Tenían la felicidad a su alcance, al siguiente paso, en sus narices, y no la aceptaban. No todos ellos rechazaron a Mas’ud, pero los que lo hicieron eran más locos que nunca. Locos que contradecían a la sociedad, porque en el fondo eso es lo que hacen los locos: ser distintos. Ven el mundo de otra forma, y al no ser ésta la forma generalizada, se les considera chiflados.
Así, Erns Dietrich, no aceptó a Mas’ud cuando le prometió la felicidad. Así siguió con su esquizofrenia, con su vida de tarado, en un mundo donde todos eran felices. Un mundo donde ninguno le miraba mal pese a que, por primera vez en su vida, estaba realmente loco.
Pasó varios meses en su habitación, con una apatía total. Olvidando el resto del mundo, y olvidado por el resto del mundo. Pero al final decidió salir.
Durante un tiempo todo siguió igual. Todos los felices hacían lo que estuvieran haciendo antes de la llegada de Mas’ud. Los negocios y el transporte continuaba igual, y la vida de cada uno de los habitantes de cada lugar del planeta era la misma, pero con la felicidad absoluta. Hasta el crimen continuaba. Pero cuando alguien que era feliz terminaba lo que estuviera haciendo no tenía ningún otro objetivo. El arte desapareció por completo, y el paro era cada vez mayor, pero a nadie le importaba.
Al menos las tabacaleras seguían haciendo tabaco.
Lewis paseó por Central Park mientras abría su paquete de tabaco. Por un momento se olvidó de que había aparecido un dios ante la humanidad. Las familias estaban juntas, disfrutando de aquel domingo, los puestos de perritos seguían funcionando, y los barcos teledirigidos llenaban Turtle Pond como era habitual.
Pero había aparecido un dios. Qué distinto habría sido todo si no hubiera prometido la felicidad en un abrir y cerrar de ojos. Se imaginaba los documentales en la televisión, y las entrevistas. “Hoy, en el Late Show de David Letterman... ¡Mas’ud, el primer dios que sale del armario!”.
Salió del parque. Recordó su impresión ante esa voz. Era imposible pensar que no era un dios. Recordó que dormía, y que le despertó. Y no sólo le despertó, sino que le dijo que fuera feliz. Como si no pudiera serlo por méritos propios.
En vez de darle la felicidad, Mas’ud se la había robado. Había perdido a su mujer y a su hijo. Se habían convertido en zombis. En cosas. Siempre nos han enseñado que los demonios son quienes roban almas, pero aquel dios había conseguido un contrato masivo de almas, a cambio de la más vacía vida.
Se dirigió por la calle 60 hacia el este. ¿Qué habría pasado con la gente famosa? ¿Quiénes le habrían dicho que no? Lewis le había dicho algunas cosas poco agradables, pero podía imaginarse a alguien diciendo que no sin ninguna floritura de mal gusto.
Empezó a subir la cuesta del puente Queensboro. ¿Cuánta gente como él quedaría en el mundo? ¿Un uno por ciento? ¿Menos? Seguramente menos. Aristóteles tenía razón: la felicidad es el fin último del ser humano. Ahora se acabó todo. Con suerte sobreviviremos unos pocos y montaremos una pequeña comunidad de gente infeliz. Cuando los ejércitos felices se extinguieran podríamos llevarles la guerra. Sería fácil: ellos seguirían igual de felices, y seguro que su dios no haría gran cosa.
Mientras seguía esa dirección, espacial y en sus pensamientos, Lewis estaba encontrando un objetivo vital en una tierra seca, extinta. Ninguno de los corazones vacíos que habitaban el mundo ahora tenía objetivos, y tampoco podían servir para inspirarlos, pero aun quedaban más como él. Aun quedaba un esquizofrénico que acababa de salir a vivir.
Lewis le vio en la barandilla del puente, mirando. Se preguntó qué habría estado haciendo antes del día D. Seguramente habría estado a punto de suicidarse, y ahora que era feliz así no quería alejarse de la posibilidad de morir repentinamente, pero tampoco tenía razón por la que morir.
Pasó de largo hasta que entendió lo que acababa de ver.
En la camiseta del hombre de la barandilla había un eslogan que Lewis reconocía. Su hermana Cara había estado ingresada ahí. El centro siquiátrico Fletcher. No era uno de aquellos locos felices, sino un loco clásico. No le dio tiempo a reaccionar. Cuando se dio la vuelta aquel desconocido, Ernst Dietrich, de familia holandesa, había saltado a las aguas de East River.
Una de las personas más cuerdas que quedaban acababa de suicidarse, y los demás transeúntes continuaban sus vidas como si nada hubiera pasado. Como si nadie hubiera muerto. Los ojos de Lewis gotearon.
- ¡Qué coño os pasa! ¡¿No lo habéis visto?! ¡Ha saltado! ¡Está muerto!
Pero había cambiado tanto su forma de pensar que ni siquiera recibieron los gritos con esa mezcla de temor e intriga que mostraban cuando un desconocido, un cualquiera de la calle, empezaba a gritar o a montar cualquier tipo de escándalo.
Nada.
Las piernas empezaron a temblarle y tuvo que sentarse. Lloró, por primera vez desde que robaran la esencia humana, Lewis lloró.
Comentarios
Es gracioso, pero desde hace unos días mi grado de felicidad aumenta notablemente y tengo verdadero miedo. La esencia de toda originalidad está en el sufrimiento...¿Mis argumentos? el simple hecho de que lso infelices elaboramos más, pensamos sin mariposas y nos encanta imaginar que alguien nos las roba. ¿Tétrico? No, romántico. Me encanta no ser feliz del todo y me encanta que haya gente que quiera serlo.
Soy feliz siendo un infeliz.